martes, 23 de julio de 2019
LA PALABRA
LA COLUMNA DE ENRIQUE
LA PALABRA DE HONOR
Los seres humanos convivimos día a día con los valores de la amistad, la solidaridad, la honestidad, la verdad, la generosidad y muchos otros, valores que al recibirlos nos permiten sentirnos bien y sobre todo, apreciados y valorados por quién nos los otorga.
De la misma manera debemos sentirnos cuando somos quienes los otorgamos, pues no hay diferencia alguna entre el dar y recibir. Siendo lo anterior una verdad indiscutible, la realidad que vivimos es otra, nos cuesta mucho dar, aun cuando nos agrada recibir.
Qué diferente sería darle el justo valor a las cosas, saber recibir y en consecuencia saber dar.
Distinguir muy bien cuando recibo como compensación a una actitud o comportamiento con los demás, con el recibir cuando los demás desean estimular la mejora de mi conducta. ¡Son dos cosas muy diferentes, sin embargo, las confundimos a menudo!
Uno de los valores que lamentablemente va perdiendo vigencia y con ello el valor intrínseco que contiene, es el valor de la palabra de honor, ese valor que con sólo expresarlo reflejaba el valor de la persona que la expresaba. Tener palabra de honor era un signo de respeto y honorabilidad, pues bastaba con poner la palabra de por medio, cuando alguien decía: ¡Te doy mi palabra!, para que bastara como sello de garantía.
Hoy no es así. Hay que dejar las cosas por escrito, en papel firmado, sellado, con copia y mostrando al firmar dos identificaciones. Y además, vigentes, que si el pasaporte expiró dos semanas antes, ni la firma de alguien vale ya.
Tal vez la culpa de haber llegado a esto la tenemos nosotros mismos, pues cuántos hay que no quieren dar su palabra ni respaldar lo que afirman con su nombre propio. El honor de la palabra es una regla de oro de convivencia humana que tiene relación con el honor mismo que quién la empeña, lo que significa, en otras palabras, que sólo empeña su palabra el hombre honorable en toda la extensión de su significado.
Habría que preguntarnos: ¿En qué momento se perdió ese valor tan intrínseco de los hombres honorables? ¿Acaso los hombres dejaron de serlo? ¿Acaso la honorabilidad se convirtió sólo en un aspecto de conveniencia? ¡No lo sabemos, pues la respuesta se pierde en la noche de los tiempos! Pero lo que es una realidad ineludible, es que hoy, más que nunca, la palabra ha perdido su valor implícito, ya nadie confía en nadie.
Junto con el valor de la palabra, se han perdido mu¬chas otras cosas que antes hacían posible la sana con¬vivencia de las personas, se perdió el respeto, se perdió la confianza, se perdió la caballerosidad, en suma, se perdieron muchas de las virtudes humanas que nos distinguían como seres honorables de la creación.
Todo esto, nos da material suficiente para empezar una tarea urgente, que se re¬sume en el rescate del honor de la palabra, y en esa tarea, debemos estar todos pues no se vale convivir con una doble moral, la que digo y anuncio cuando hablo, y la que reflejo cuando actúo.
Hoy es mucho más fácil mentir que antes, pues hemos aprendido a manejar el cinismo y la conveniencia. Nos comportamos de una manera cuando ponemos la mano derecha para recibir beneficios, pero cerramos el puño de la mano izquierda para no darle nada a nadie. Somos reacios a dar, pero muy gentiles en recibir. ¡Así es nuestra actual naturaleza humana!
Todos hemos conocido a alguien entre cuyas virtudes no está el cumplimiento de la palabra dada y que, además, son consumados especialistas en disfrazar su verdadera personalidad. Son personas que han sido siempre los peores de todos; los menos recomendables, los más indeseables. Estos individuos, cuyos rostros suelen ir cubiertos por una máscara de aparente sinceridad detrás de la cual ocultan su desmedida hipocresía, son merecedores del mayor de los desprecios; pues un hombre que se precie de ser¬lo debería demostrar en todo momento ser dueño de un alma noble, sea cual sea el lugar y la situación, sea cual sea el trance y la circunstancia a la que se ve abocado.
La verdad, la sinceridad, la confianza, deberían estar siempre presentes en las relaciones humanas y no jugar, tan sólo, el papel de deseos implícitos, ya que la mayor desazón que puede padecer un hombre es la duda, y dudar de la sinceridad de palabra de alguien conduce de inmediato a la falta de confianza
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